La dialéctica es algo que en realidad nunca he entendido. Simplemente nunca he entendido lo que significa esta palabra. Marx no la usa, dicho sea de paso, la usa Engels. Y si alguien puede decirme qué es, estaré feliz. Quiero decir, he leído todo tipo de cosas que hablan sobre dialéctica; no tengo la menor idea de qué es. Parece significar algo sobre complejidad, o posiciones alternativas, o cambio, o algo así. No sé.
— Noam Chomsky, 2002. [1]La mistificación que sufre la dialéctica en manos de Hegel no le impide ser el primero en presentar de manera comprensiva y consciente su forma general de funcionamiento. En él la dialéctica está puesta al revés. Es necesario darle vuelta, para descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística
— Karl Marx, 1873. [2]
Los críticos (de libros o de teatro) suelen utilizar dos argumentos bastante singulares. El primero consiste en decidir de repente que el verdadero objeto de la crítica es inefable y que, en consecuencia, la crítica es innecesaria. El otro, que también reaparece periódicamente, consiste en confesar que uno es demasiado estúpido y demasiado ignorante para comprender un libro supuestamente filosófico. Una obra de Henri Lefebvre sobre Kierkegaard ha provocado así en nuestros mejores críticos (y no me refiero a los que profesan abiertamente su estupidez) un pretendido miedo a la imbecilidad (con el claro objetivo de desacreditar a Lefebvre relegándolo al ridículo del más puro intelectualismo).
¿Por qué los críticos proclaman periódicamente su impotencia o su falta de comprensión? Ciertamente no es por modestia: nadie se siente más cómodo que un crítico que confiesa no entender nada sobre el existencialismo; nadie más irónico y, por tanto más seguro de sí mismo, que quien admite con “vergüenza” que no ha tenido la suerte de haber sido iniciado en la filosofía de lo Extraordinario; y nadie más militante que un tercero que aboga por la inefabilidad poética.
Todo esto significa, en efecto, que uno se cree tener tal seguridad de inteligencia que reconocer una incapacidad para comprender pone en duda la claridad del autor y no la de la mente propia. Uno imita la tontería para hacer que la protesta pública se torne a su favor para así llevarla ventajosamente de la complicidad en el desamparo a la complicidad en la inteligencia. Es una operación muy conocida en salones como el de Madame Verdurin: “Yo, que tengo por profesión ser inteligente, no entiendo nada de esto; y bien tú tampoco entenderías nada de esto; por ende esto sólo indíca que tú eres tan inteligente como yo”. [3]
La realidad detrás de esta declaración estacional de falta de cultura es que es el viejo mito oscurantista según el cual las ideas son nocivas si no están controladas por el “sentido común” y el “sentimiento”: el conocimiento es malo, ambos crecieron del mismo árbol. La cultura está permitida siempre y cuando proclame periódicamente la vanidad de sus fines y los límites de su poder (véanse también a este respecto las ideas de Graham Greene sobre psicólogos y psiquiatras); Lo ideal sería que la cultura no fuera más que una dulce efusión retórica, un arte de utilizar las palabras para dar testimonio de una humectación transitoria del alma. Sin embargo, esta vieja pareja romántica — el corazón y la cabeza — no corresponde a la realidad excepto en una imaginación de origen vagamente gnóstico, en estas filosofías parecidas a los opiáceos que, al final, siempre han constituido el pilar de los regímenes a la fuerza, en los que uno se deshace de los intelectuales diciéndoles que sigan adelante siempre y cuando su enforque sea en las emociones y lo inefable. Es más: cualquier crítica de la cultura es entendida como una posición terrorista. Ser crítico de profesión y proclamar que uno no entiende nada sobre el existencialismo o el marxismo (pues resulta que son estas dos filosofías en particular las que uno confiesa ser incapaz de comprender) es elevar la propia ceguera o estupidez a una regla universal de percepción, y exiliar del mundo al marxismo y al existencialismo: “No entiendo, por ende ustedes sois idiotas”.
Pero si uno teme o desprecia tanto los fundamentos filosóficos de un libro, y si exige con tanta insistencia el derecho a no entender nada sobre ellos y a no decir nada sobre el tema, ¿por qué convertirse en crítico? Comprender, iluminar, esa es tu profesión, ¿no? Por supuesto, uno puede juzgar la filosofía bajo el rubro del sentido común; el problema es que, si bien el “sentido común” y el “sentimiento” no entienden nada de filosofía, la filosofía, por su parte, los entiende perfectamente. No explicas a los filósofos, pero ellos te explican a ti. No querrás entender la obra de Lefebvre el marxista, pero puedes estar seguro de que Lefebvre el marxista comprende perfectamente tu incomprensión y, sobre todo (pues creo que eres más astuto que falto de cultura), la deliciosamente “inofensiva” confesión que haces al respecto.