En los últimos meses dos hombres me han pedido que lea sus manuscritos no publicados y les de mi opinión, porque ellos valoran mi opinión. Entre rodeos y eufemismos me dieron a entender que les preocupaba la presencia de elementos ideológicos problemáticos en sus textos. Las motivaciones de esto son al mismo tiempo nobles y egoístas. Por un lado, realmente no quieren contribuir al discurso literario machista y reaccionario predominante en la literatura occidental. Por otro lado, no quieren “verse machistas”, porque en un mundo donde la población lectora se inclina cada vez más por una concepción feminista de la vida; la retórica, temas y comentarios misóginos involuntarios se convierten en un obstáculo para el éxito profesional. Los Bukowskis ya no ganan concursos literarios igual que antes. Más bien inspiran lástima y bostezos entre lxs jueces, quienes cada vez más entienden la exaltación de lo tradicionalmente viril como un gesto que denota inseguridad y una profunda inmadurez emocional e intelectual.
Felicitaciones por la nobleza. Ahora, vamos al egoísmo. Lo primero que me urge criticar es el rol privado y maternal que los muchachos me asignan en la producción de sus textos. Yo también soy una escritora, es decir, alguien con una voz que quiere ante todo ser pública. El campo que más me gusta es la crítica. Quiero reconocimiento económico y simbólico de lxs lectores por mi talento en este oficio. Pero cuando los hombres que valoran mi opinión me piden que dedique mi tiempo a revisar el machismo de sus textos, no ocupo la posición que me gusta ocupar en el proceso creativo. Mi agudeza y mi trabajo dejan de ser algo que yo proyecto hacia el mundo y quedan encerrados en una conversación, en el terreno de lo doméstico. En vez de constituir la materia prima de mis propios textos, y de funcionar para mi beneficio, se convierten en medios para el éxito personal del escritor que me ha pedido ayuda: no se supone que mi nombre aparezca después en la obra publicada, en calidad de “editora o crítica ideológica”. Mi función en este caso es la de ser una amiga y confidente que provee desinteresadamente su labor intelectual. En verdad, lo que esperan es que yo sea una barrera protectora entre ellos y un público inteligente que juzgará su irreflexión, falta de lectura y de práctica feminista con creciente dureza. Me encomiendan la misión de evitar que pasen una vergüenza ostentando públicamente su sexismo. Entonces mis comentarios críticos, realizados discretamente, en voz baja, no ven la luz. Mis habilidades se despliegan en secreto, entre el autor de un manuscrito y su asistente ideológica impaga, que revisa textos por el puro cariño que le tiene a sus amigos. Así, yo dejo de ser el centro de mi propio discurso, que ni siquiera alcanza a volverse escritura. Mi voz y mi feminismo no se materializan de un modo que la sociedad pueda ver y reconocerme a mí como protagonista. Como una madre que le plancha la ropa a sus hijos para que salgan bien prestados al mundo laboral, yo, mamá escritora, compongo la imagen de mis chicos antes de que salgan a foguearse con la realidad en la esfera pública.
Cosas parecidas ocurren en todas partes y de muchas formas. Los hombres machistas esperan que las mujeres a su alrededor los cuidemos, que atendamos con rapidez sus deseos y necesidades. Piden con un desparpajo asombroso que los convirtamos en benefactores de nuestros esfuerzos, así eso implique regalarles nuestro tiempo, postergando nuestros propios deseos y necesidades. La mayoría ni siquiera perciben la insistencia con la que luchan por arrogarse papeles de protagonismo. Pero en sus demandas se transparenta esa búsqueda de centralidad, ese carácter prioritario que ellos ven y esperan que otrxs veamos en sus aspiraciones personales. Esperan que accedamos cuando demandan sexo. Esperan que accedamos cuando demandan cariño. Esperan que nuestras manos limpien su mugre. Esperan que accedamos incluso cuando unilateralmente demandan instrucción o una crítica feminista. ¡Y, además, quieren que hagamos estos sacrificios en el más abnegado y secreto silencio de la vida privada, para no verse demandantes y machistas frente a las demás personas!
Entiendo perfectamente la ansiedad de enfrentarse al juicio. Como feminista y marxista-leninista es mi pan de cada día, y los comentarios que algunas personas nos dedican no son precisamente constructivos. Pero aún esto no es tan grave. Un juicio es solo una invitación a ver las cosas de alguna manera, a interrogar el marco desde el cual uno se piensa y relaciona con lxs demás. Es posible y valioso reflexionar al respecto sin tanto sentimentalismo, pues del tratamiento que uno les de dependerá la calidad de los vínculos que construya con lxs demás y con unx mismx. Descartar las observaciones negativas sobre nuestro comportamiento calificándolas como epítetos malintencionados únicamente garantiza que nunca nos volvamos ni muy amables, ni muy interesantes, ni muy madurxs. Sin excepción, las personas que conozco que se han enfrentado con fortaleza a la acusación de machista se han vuelto más agradables, felices e inteligentes. A mí también me cambió. Descubrí que quienes me llamaban machista eran personas reflexivas, estudiosas, sensibles y capaces de construir argumentos sólidos que yo. Entonces me puse a estudiar sus referentes. Encontré una tradición intelectual y política robusta. Leí artículos brillantes. Fui a grupos de estudio. Me observé con horror y vergüenza. Lloré, peleé y empecé a trasformarme. Sigo leyendo teoría, peleando; y veo que, con el pasar de los años, la acusación de machista empieza a volverse más infrecuente. Todavía la recibo, pero menos, sin miedo, cada vez en medio de conversaciones más interesantes y por razones más complejas. A los muchachos, en lugar de evitar el juicio de machista a toda costa con la ayuda de una crítica feminista privada, les recomiendo arriesgarse a publicar, hablar equivocadamente y recibir el golpe. Esas criticas serán mucho más instructivas y transformadoras que la protección maternal previa a la publicación. Por un lado, serán más sanas, pues vendrán voluntariamente por decisión de críticxs que de manera autónoma eligieron prestarle atención al libro en cuestión; por otro lado, serán más honestas y potentes, pues, en ausencia de un vínculo emocional previo entre autore y críticx, la prioridad no será cuidar los sentimientos y el ego del autor, sino analizar la obra como tal.
Ha habido un par de intentos de síntesis prácticas, pero la mayoría de aprendizajes que uno extrae de estos procesos no se pueden destilar en fórmulas sencillas para aplicar en los textos y garantizar que no sean machistas. Por eso, a los escritores que no quieren ser acusados de machistas, solo puedo recomendarles la misma estrategia que yo seguí: dejar de ser machista. Esto solo es posible lograrlo a través de un profundo conocimiento de este fenómeno, conocimiento que solo se obtiene a partir de la práctica y el estudio riguroso de su más potente crítica: el feminismo. Dejar de ser machista es un proceso largo y tortuoso que da mucha satisfacción pero también duele mucho. Requiere de una voluntad y fortaleza tremendas. Además, solo se logra parcialmente, esforzándose y trabajando durante toda la vida. Las lecturas deben ser asumidas con la misma seriedad y rigor que un machista intelectual reserva para Hemingway. Desgraciadamente para los hombres, no es como lavar calzoncillos o adular egos: ninguna mujer puede hacerlo por ellos. Ni la más feminista de las editoras es capaz de desterrar el sexismo de las páginas de un libro escrito por un hombre que no ha dedicado un solo día de su vida a reflexionar críticamente sobre género, patriarcado, división sexual del trabajo, heteronorma, orientación sexual, identidad sexual, institución familiar, maternidad, aborto, amistad, matrimonio, amor, dominación masculina, propiedad privada, explotación doméstica, sexual y emocional, etc. Estas cosas constituyen y afectan nuestras relaciones interpersonales y también las relaciones interpersonales que imaginamos para nuestros personajes ficticios. Un iletrado en el feminismo no puede sino producir relatos que son, en todos sus detalles, encarnaciones perfectas de la ignorancia del iletrado en cuestión.
El machismo no es un elemento discreto que se pueda quitar de un texto a nuestro antojo, como un mal símil o una coma puesta donde no va. Es el alma misma del discurso. Determina todo, desde la selección del tema, la construcción de los personajes, sus relaciones, las posibilidades de la trama y el punto de vista, hasta las imágenes, comentarios o silencios narratoriales, diálogos, descripciones, atmósfera emocional, tono y registro. Una mujer feminista, por ejemplo, no escribe nostálgicamente sobre hombres viriles que cazan osos o salvan damiselas con sus buenas y grandes pistolas. Tampoco le ve ningún atractivo a malgastar sus preciosas horas viendo una película en donde un ególatra adinerado y petulante cree decir genialidades, mientras busca la aprobación de adolescentes impresionables con quienes folla para no sentirse desvalido. Esa clase de historias solo las produce y consume gente que no se hace demasiadas preguntas. Me atrevo a decir que una editora feminista no se molestaría siquiera en tratar de arreglar narraciones como estas. Inmediatamente verá que lo único procedente es tirarlas a la basura. En vez de desgastarse en lo irreparable, se ocupará de producir quizá teoría feminista, con la esperanza de que las próximas generaciones logren hacer un arte a la altura de la inteligencia y sensibilidad de una audiencia cada vez más exigente.
Buscar eliminar el machismo de un texto a través de pequeños cambios denota, además de una incomprensión escolar del problema, unas aun más preocupantes pereza intelectual y debilidad; porque, como ya dije, eliminar el machismo del discurso implica leer durante años textos no solo teóricamente ambiciosos, sino difíciles de leer en la medida en que son un golpe emocional. El feminismo es una destrucción de las certezas en donde uno se apoyaba para navegar la realidad. Implica desechar mucho de lo que se aceptaba como normal, natural y hermoso. Y pocas cosas hay tan dolorosas como reconocerse totalmente equivocado y asumir ese extravío con entereza. También es irrespetuoso con la tradición teórica feminista sugerir que con un par de consejos se pueden hacer cambios significativos. Claramente lo subestiman como cuerpo teórico: no le pedirían a un físico que les explicara mecánica de fluidos rápidamente por WhatsApp. Además de subestimar el feminismo, tienen una fe desproporcionada en sí mismos: si creen que con unos cambios es suficiente para purgar el machismo en sus textos, es porque no se creen muy machistas en primer lugar. Para ellos no es cuestión de revolucionar la percepción y la manera de relacionarse con los demás radicalmente, sino de hacer un par de ajustes escritoriles aquí y allá. Tachar unos adjetivos, meter otros y listo: el texto está a la altura.
Y la verdad es que no. Cada día que un escritor machista pasa sin aprender nada de feminismo no es un día que perjudica a las mujeres, sino un día que arruina su propia carrera. Con el tiempo, le costará más publicar, porque lxs lectores sí están aprendiendo todos los días nuevos conceptos y teorías. No paramos. Estamos pendientes de todos los desarrollos teóricos. Nos volvemos exptertxs. Aguzamos la mirada y el oído al punto de que desde la primera página sabemos para dónde va la historia, si el autor es un heterosexual resentido o no, cuáles miedos y fantasías tejen los símbolos y deciden el curso de la narración. No hay remedio. Quien no quiera ser un escritor fracasado, quien realmente quiera vender sus amadas mercancías en el mercado de la ficción literaria actual, tendrá que dominar el discurso feminista así lo deteste. Si antes había razones altruistas para aprender (por solidaridad con las mujeres), ahora toca hacerlo también por egoísmo. El mero interés en la supervivencia intelectual exige que abramos un libro de Angela Davis cada tanto.
Por último voy a la frase que titula este ensayo: los hombres valoran mi opinión. El aliciente que me han dado para motivarme a la revisión crítica gratuita y privada es que mi opinión es muy importante para ellos. Primero me halagan; después, esperan que les trabaje. Es inquietante esto, pues denota que ellos también valoran mucho sus propias opiniones. Es como si el pago que yo tuviera que darles por el reconocimiento de mi inteligencia fuera poner esa inteligencia a su servicio cuando a ellos se les ocurra. Además, es un gesto de afecto que simultáneamente proyecta duda sobre quién está ayudando a quién. Como quién dice: “vos, Sobri, que sos feminista y tenés un interés en que la literatura no sea machista, deberías ayudarme a volver más feminista mi proyecto personal”. A esos les tengo una contrapropuesta. Yo, que ya les llevo ventaja porque soy feminista desde hace años, podría, en vez de perder el tiempo tratando de purgar el machismo de su literatura, escribir mis narraciones originales, de una vez feministas; y ellos, que todavía son machistas rezagados, podrían ser gratis mis asistentes, diagramadores, difusores, etc, para que yo pueda sacar mis obras al mercado con prontitud, hacerme famosa y conseguir plata. Imagino que no es tan tentadora la propuesta, porque no ofrezco ni el protagonismo ni el reconocimiento que los hombres que piden este tipo de favores reservan para sí. Pese a mis buenas y bellas intenciones, lo que ofrezco a fin de cuentas no es más que absorber trabajo ajeno para engrandecerme yo sola con mi gran nombre de mujer. La propuesta de tomar labor ajena gratuitamente fastidia. Por más que se plantee como un reconocimiento de las capacidades de alguien, no deja de ser una usurpación interesada de ellas. Por eso nunca se me ocurriría pedirle una crítica o una edición a alguien, mucho menos a un escritor o escritora que considero mi igual. Más bien, si alguien me lee y por algún motivo quiere voluntariar trabajo o plata, que sea por iniciativa propia, porque le gusta lo que digo y quiere hacer un equipo de trabajo conmigo, no porque yo la importuno con mis ambiciones personales, inseguridades y pereza. Que la colaboración no se produzca porque yo deposito en un tercero una carga que no le corresponde. Eso, nunca.
Es instructivo comparar el piropo intelectual “valoro tu opinión” con los piropos ordinarios dirigidos a los cuerpos de las mujeres, pues ambos ponen en movimiento expectativas machistas y dinámicas explotativas de trabajo emocional. El hombre que piropea a una mujer le ofrece algo que, desde su perspectiva, es un regalo: el reconocimiento de la belleza femenina. Pero él no acepta cualquier respuesta a cambio de sus palabras, porque se ofende si la destinataria del piropo reacciona con fastidio. Esto sucede porque él considera que su atención sexual es algo que todas y cada una de las mujeres que pasan por la calle deberían recibir y retribuir con alegría. A cambio del piropo, el acosador no espera, sino que exige la gratitud de la desconocida, en forma de una sonrisa coqueta o un gesto tímido. Dicho de otro modo, el piropo no es una invitación a sonreír frente a un halago, sino la obligación de hacerlo impuesta unilateralmente por el piropeador. En esta medida es una transgresión de los límites del cuerpo ajeno, un abuso. Cuando la mujer piropeada siente asco, no solo lo siente porque le desagrada el hombre, sino por esta imposición de respuesta, porque el hombre ha decidido ponerla en una situación en donde ella tiene que asumir un comportamiento que a lo mejor no asumiría por iniciativa propia. De modo similar, el “valoro tu opinión” como preámbulo para una demanda de esfuerzos que satisfagan al piropeador interesado es un gesto extorsivo, totalmente irrespetuoso.
Entonces sí, muy bueno que valoren mi opinión si eso quieren hacer, pero que no me lo digan para apropiarse de mi tiempo poniéndome a revisar manuscritos. Más bien mantengan esa valoración como algo que guardan en secreto junto a las opiniones que tienen sobre mi cuerpo y valoren lo que sí me importa que valoren: mi tiempo y mi escritura. Las horas que habría podido pasar ayudándole a un machista a esconder su machismo en privado las he pasado hoy escribiendo esto, que me divierte más.