Escrito en abril 1954.
Originalmente publicado en Casa de las Américas, no. 166, enero-febrero de 1988, pp. 50-52.
Disponible en la colección “Materiales de la revista Casa de las Américas de/sobre Ernesto Che Guevara” (2017).
El mundo está actualmente dividido en dos mitades diferentes: aquella donde se ejerce el capitalismo con todas sus consecuencias y esa otra en que el socialismo ha sentado sus reales. Pero los países con el sistema de vida capitalista no pueden agruparse en un único casillero. Entre ellos hay marcadas diferencias.
Hay países coloniales, en los que la clase terrateniente aliada con los capitales extranjeros monopoliza la vida de la comunidad y mantiene a la nación en el atraso necesario a sus fines de lucro. Aquí están encuadrados casi todos los países de Asia, África y América. Hay unos pocos en los que el capitalismo no ha trascendido las propias fronteras, pero la intromisión del capital foráneo no es tan marcada como para constituir un problema que necesite solución inmediata. En este estado se encuentran uno que otro país de Europa con pequeñas burguesías desarrolladas al extremo. Hay otro interesante grupo de países que podrían denominarse colonial-imperialistas o preimperialistas, cuya economía, sin haber tomado totalmente las características de naciones industriales, inicia, en combinación con los paternales capitales, que la subyugan, una lucha por la posesión de los mercados inmediatos, caracterizados en general por pertenecer manifiestamente al grupo colonial. Tal es el caso que representan la Argentina, Brasil, India y Egipto. Un rasgo dominante de estos países es la propensión a formar bloques sobre los que ejercen cierto liderato.
Uno de los grupos más importantes es el de las naciones cuya expansión imperialista ha sido frenada luego de la última guerra. Tal es el caso de los Países Bajos, Italia, Francia y, el más importante, Inglaterra. Pese a que asistimos al desmembramiento del colosal imperio inglés, sus personeros todavía luchan. Naturalmente, frente al justo anhelo de libertad de los pueblos oprimidos se junta la rapiña de los grandes capitales norteamericanos que precipitan las crisis para sacar partido propio (Irán).
En el último grupo, el de los países imperialistas en plena expansión, solo está Estados Unidos –el gran problema de Latinoamérica–. Uno se pregunta ¿por qué en los Estados Unidos, país industrializado al máximo y con todas las características de los imperios capitalistas, no se sienten las contradicciones que colocan al capital y el trabajo en pugna total? La respuesta hay que buscarla en las condiciones especiales del país norteño. Salvo los negros, segregados y germen de la primera rebelión seria, los demás obreros (los que tienen trabajo, naturalmente) pueden gozar de salarios enormes comparados con los que comúnmente dan las empresas capitalistas, debido a que la diferencia entre lo requerido normalmente por las necesidades de la plusvalía y la paga actual es compensada con creces por grupos de obreros de dos grandes comunidades de naciones: los asiáticos y los latinoamericanos.
El Asia convulsionada y con el antecedente de la magnífica victoria del pueblo chino lucha con nueva fe por su liberación, y lentamente van quedando fuera del radio de acción de los capitales imperialistas fuentes de materia prima cuya mano de obra era extremadamente barata. Pero los capitales no van a sufrir todavía en carne propia la derrota y la trasladan íntegra sobre los hombros del obrero. Y aunque parte de la victoria asiática nos duela en carne propia a los latinoamericanos, los obreros del norte también sienten el impacto en forma de despidos y baja del salario real. Para una masa con completa falta de cultura política el mal no puede verse más allá de sus narices, y allí, en sus narices, está el triunfo de «la barbarie comunista sobre las democracias». La reacción guerrera es lógica; pero difícil de realizar; Asia está muy distante y tiene mucha gente dispuesta a morir por el ideal de la tierra propia. Y la pequeña burguesía norteamericana, cuyo peso político es enorme, no permite que sus hijos, aunque en mínima proporción, encuentren la muerte en tierra extranjera. Frente a la inexorable pérdida del Asia en poco tiempo, la potencia imperialista se ve abocada al problema de los dos caminos posibles: la guerra total contra todo el enemigo socialista y los pueblos con ansias nacionalistas, o el abandono del Asia para circunscribir su esfera de acción a dos continentes por ahora controlables: África y América, sosteniendo, claro está, pequeñas guerras limitadas que le permitan mantener su industria armamentista sin pérdida de vidas, ya que siempre se encuentra gobernantes traidores dispuestos a sacrificar su tierra por el mendrugo que arrojará el amo.
La guerra total es temida por los Estados Unidos, que no pueden desencadenar un ataque atómico porque las represalias serían terribles en estos momentos, y en una guerra «ortodoxa» perdería en un santiamén toda Europa, y el Asia caería casi totalmente en poco tiempo también. Frente a este cuadro, los Estados Unidos se inclinan más a defender sus posiciones en América y las recientes del África. Los panoramas en ambos continentes son diferentes: mientras aquí su dominio es total y no puede tener interferencias, allá solo posee pequeñas manchas territoriales y su control se ejerce a través de las naciones subsidiarias que se reparten todo el continente. Por eso las dimensiones y luchas intestinas y manifestaciones del nacionalismo son toleradas y hasta provocadas por los Estados Unidos, que ven, con la paulatina debilitación de los amos tradicionales, aumentar su poderío imperial.
Ahora bien, cualquier manifestación de nacionalismo verdadero llevará a los pueblos de América Latina a tratar de emanciparse del opresor, que no es otro que el capital monopolista, pero los poseedores de ese capital están en gran mayoría en los Estados Unidos y tienen enorme influencia en las decisiones del gobierno de este país. La constitución del equipo gubernamental y las conexiones con las compañías más importantes de esos individuos nos dan la clave del comportamiento político de los vecinos del norte. En estos momentos de vacilaciones y cuando los Estados Unidos han asumido la dirección del titulado mundo libre, no se puede atacar e interferir sobre un país cualquiera a menos que haya un motivo poderoso; y ese motivo ha sido creado y está siendo vigorizado por ellos: «el comunismo internacional». Ese es el caballito de batalla con el cual se puede usar por ahora de la mentira organizada en toda su efectividad por la propaganda moderna, y luego, quizás, de la intervención económica y hasta, ¿por qué no?, la intervención armada.
Todo este sistema defensivo es vital para los capitalistas si quieren mantener su sistema actual, pero también es importante, en un plazo limitado, para los obreros norteamericanos, ya que la brusca pérdida de las fuentes baratas de materia prima provocaría inmediatamente el conflicto inmanente de la contradicción entre capital y trabajo y el resultado sería desastroso para este, mientras no pudiera tomar las fuentes de producción. Insisto en que no se puede exigir a la clase obrera del país del norte que vea más lejos de sus narices. Inútil sería tratar de explicar desde lejos, con la prensa totalmente en manos de los grandes capitales, que el proceso de descomposición interna del capitalismo solo sería detenido un tiempo más, pero nunca parado por las medidas de tipo totalitario que se tomen, tendientes a mantener a Latinoamérica en estado colonial. La reacción, hasta cierto punto lógica, de la clase obrera, será apoyar a los Estados Unidos, siguiéndolos tras el emblema de un slogan cualquiera, como sería en este caso «el anticomunismo». Por otra parte, no debe olvidarse que la función de los sindicatos obreros en los Estados Unidos es más bien la de servir de paragolpes entre las dos fuerzas en pugna y, subrepticiamente, limar la potencia revolucionaria de las masas.
Con estos antecedentes y frente a la realidad americana no es difícil suponer cuál será la actitud de la clase obrera del país norteño cuando se plantee definitivamente el problema de la pérdida brusca de mercados y fuentes de materia prima barata.
Esta es, a mi entender, la cruda realidad frente a la que estamos los latinoamericanos. El desenvolvimiento económico de los Estados Unidos y las necesidades de los trabajadores de mantener su nivel de vida son los factores que harán, en términos finales, que la lucha liberadora no se plantee contra un régimen social dado, sino contra una nación que defiende, unida en un solo bloque armado por la suprema ley de la comunidad de intereses, los adquiridos tutelajes sobre la vida económica de Latinoamérica.
Preparémonos, pues, a luchar contra el pueblo todo de los Estados Unidos, que el fruto de la victoria será no solo la liberación económica y la igualdad social, sino la adquisición de un nuevo y bienvenido hermano menor: el proletariado de ese país.