Hay un tropo bastante común en los medios, donde se revela, típicamente hacia el final de la historia (pero a veces desde el principio), que esforzarse demasiado por hacer el bien te convierte en un villano. Game of Thrones, Watchmen de HBO, Los juegos del hambre y muchas otras series, películas y juegos tienen finales que parecen salir de la nada, como si estuvieran impuestos desde afuera en vez de obedecer la lógica interna de la historia.
Cualquier artefacto de la cultura pop nos excita y conmueve precisamente en la medida en la que apela a nuestros deseos reales de cambio, justicia, virtud, libertad, resolución, etc. Pero nunca puede seguir este camino a su fin, ni puede consumar este deseo, porque eso sería una amenaza demasiado grande al orden social reinante. El mismo principio de la libertad de expresión ha mostrado síntomas de esta histeria desde su nacimiento. John Stuart Mill, padre del liberalismo ilustrado y uno de los primeros promotores de la libertad de expresión, advertió explícitamente sobre el peligro de extenderla a los socialistas:
Una opinión de que los distribuidores de maíz someten a los pobres a hambruna, o de que la propiedad privada es robo, es permisible siempre y cuando meramente circula a través de la prensa, pero merece justo castigo si se transmite oralmente a una muchedumbre agitada reunida frente a la casa de un distribuidor de maíz, o cuando se reparte entre la misma muchedumbre en forma de pancarta. [1]
¿Por qué historias que a menudo empiezan de forma tan prometedora y sugerente siempre parecen irse a la mierda hacia el final? Porque cualquier resolución consistente de los problemas tiende al comunismo. Tal resolución consistente debe ser saboteada, frustrada; para lograrlo es necesario arrojar por la borda el principio de la consistencia en sí. Un final contrarrevolucionario debe jugar el rol de un final feliz, lo cual implica que cualquier representante de la revolución debe resultar ser un villano, no importa lo poco plausible o ‘de la nada’ que resulte esta caracterización. Erik Killmonger, Daenerys Targaryen, Alma Coin y Lady Trieu se vuelven malos de manera más o menos inexplicable, castigándo así al espectador por haber apoyado la búsqueda de poder de alguien politicamente bueno. El mensaje es inequívoco: “¡Desear el bien no te hace apto para gobernar! ¡No desear nada lo hace! La restauración del statu quo es lo mejor a lo que podemos aspirar.”
Estas historias cínicamente dan un bocadito de comunismo para exprimir del espectador toda identificación emocional posible y, cuando ya no necesitan este involucramiento emocional — porque la serie está a punto de terminar — insultan al espectador por haber caído en la trampa que le tendieron. Inglourious Basterds “hace que compartamos aquellas fantasías [de matar a Hitler] y luego empieza a ponerlas en cuestión. … [Tarantino] nos odia por cómo nos gustan sus películas; nos odia porque puede tan facilmente hacer que disfrutemos el espectáculo de ver encerrar a un grupo de personas en un espacio para exterminarlas”. [2] Christian Thorne comete un pequeño error al ver esto como una particularidad de Tarantino: odiar a la audiencia es endémico en todos nuestros medios masivos.
Este odio y condescendencia es solo un caso específico de la forma general que toma la sabiduría liberal: la verdad es siempre aquella conclusión a la que uno llega después de recuperarse del radicalismo de su juventud. Los artistas ostentan su madurez y seriedad condenando al radicalismo. Este gesto es tan obligatorio y automático como santiguarse al entrar a la iglesia. No importa con qué ideas interesantes empiezas (y realmente hay muchas, a mi parecer), siempre tienes que terminar con una nota de fidelidad al statu quo. Y esto distorsiona toda la historia, sobre todo hacia al final. Las expectativas (es decir, cómo la audiencia querría que esto terminara) deben ser “subvertidas” (es decir, negadas en conformidad con imperativos estructurales) para recordarle a la audiencia de que nunca puede obtener lo que desea (es decir, el comunismo).
¿A quién le rinde cuentas un creador de serie al final de una franquicia exitosa? Ciertamente no a los espectadores, cuyos deseos revolucionarios semi-conscientes alimentaron al éxito de la cosa. Puesto que la serie ya es un hit, no tiene que terminar de manera gratificante para que la gente sintotice. Los creadores de series rinden cuentas únicamente a inversionistas futuros, quienes buscan la garantía de que estos creadores representan una buena inversión. Se encuentran obligados a participar en una traición ritualísta para anunciar sus virtudes [virtue signal] ante ricachones putativos. Como Black Sails y El infierno de Marx dejan claro, la traición es el pecado fundador del capitalismo, y todas las grandes producciones deben recrear este gesto si pretenden alcanzar las grandes ligas. Demuestran su valor para los poderes establecidos mediante un juramento de fidelidad que va entretejida en el guión: “He hecho arreglos para asegurar que cuando salgamos de aquí, habrán compromisos que disipen cualquier amenaza de rebelión generalizada”. [3]
El desvío, el clínamen, el jale del balón de futbol americano que el capitalismo le hace a uno a último segundo, es cómicamente predecible. El fenómeno no se limita a los medios: el capitalismo es una broma pesada sin fin, una traición repentina pero inevitable que no puede dejar de repetirse, penetrando con sus tentáculos la sustancia de la vida cotidiana y volviéndola cada día más estúpida y autoderrotadora (lo que Marx llamaba la subsunción real). Pero no deberíamos culparnos el uno al otro por todavía intentar patear el futbol de Lucy — al igual que la religión, los medios masivos son al mismo tiempo una expresión de y una protesta contra el sufrimiento real. Tal vez sigamos cayendo en el truco, pero nuestros pasos cada vez se vuelven un poquito más rápidos. Todavía queda por verse cómo se vería una elaboración completa del problema del comunismo. Afortunadamente, no nos lo sacaremos de nuestras cabezas (ni de nuestras pantallas) hasta que lo resolvamos.